4-GABRIEL MACANDÉ, EL LOCO DE LOS CARAMELOS 18/10/2019

En la Cádiz de principios de 1900, por sus calles, entre ruidos de carros y murmullos de gente, se escucha el cantar de los pregoneros. Gritan y cantan  por los barrios los nuevos mercaderes. Vendedores ambulantes que ofrecen sus productos entonando sus cánticos para promocionar sus mercancías.

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Hacían muy populares sus pregones voceando las mercancías que vendían, mientras se pateaban la ciudad por las calles de arriba abajo, a la búsqueda de unas perras gordas, para ganarse la vida como buenamente podían.

Carboneros con el rostro ennegrecidos, afiladores que hacían sonar sus flautas, vendedores de sandía y meloneros que con una navaja en el bolsillo daban a catar sus productos, limpiabotas, lateros y todo un sinfín de trabajadores artesanales inundaban las calles de la Tacita de Plata.

 Entre ellos, uno muy singular y especial para el mundo del flamenco: el vendedor de caramelos. Con su pantalón de pana permanente y curtido por el uso, sus zapatillas de esparto, gorra y un pañuelo al cuello, su rostro reflejaba la dureza de la vida, y su difícil situación familiar. Gabriel Macandé, que así le decían, recorría cada día las calles de su ciudad natal para ganarse la vida y salir adelante.

Francisco Gabriel Díaz Fernandez, gitano nacido en una familia pobre, en 1897 en Cádiz, más conocido como Macandé, ya desde muy niño tenía que ganarse la vida vendiendo caramelos por las calles. Él mismo fabricaba los caramelos con aguardiente de menta y limón, y que envolvía en estampas de toreros de la época y se echaba a las calles a pregonarlos.

En este pregón, Gabriel mezclaba tercios de seguiriya, soleá, tangos y bulerías. “Tenía loco a todo Cádiz y por cualquier sitio que iba, siempre llevaba detrás a treinta o cuarenta personas”, cuenta Eugenio Cobo, su biografo.

Mientras más cantaba, su fama cantaora no paraba de crecer y cada vez eran más los cantaores y aficionados que lo buscaban para escucharlo cantar. Pero su carácter un tanto raro y desequilibrado, y su profesión ambulante, hicieron que Macandé se convirtiese en una especie de nómada que iba cambiando de residencia con su canasta de caramelos a cuestas.

Su personalidad inquieta y deprimida terminó de torcerse y agravarse cuando de su matrimonio con Encarnación, sordomuda, nacieron sus tres hijos igualmente sin palabras. Decía Pericón, que “no era un loco malo ni na, ni hacía daño a nadie; na más que aquello de los chiquillos mudos lo trastornó de tal manera…”.

Macandé es como llaman los gitanos de Extremadura a los locos o chalaos. Sí, se volvió loco pero sólo los crueles y inhumano se reían de él. Las demás personas, la mayoría, acompañaban su demencia con silencio y conmoción.

Cuanto más crecía su fama como cantaor, menos le gustaba cantarle a la gente. Nunca aceptó cantar por dinero. Muchos cantaores y aficionados que se desplazaban a Cádiz sólo para escucharlo cantar, se marchaban sin escucharlo.

En 1935 a la edad de 38 años ingresó en el Manicomio de Capuchinos de Cádiz. Durante la larga estancia que allí pasó, iban a visitarlo numerosos amigos y cantaores, entre ellos Manolo Caracol, que lloraba cuando lo escuchaba cantar.

Con una tubérculosis avanzada, una esquizofrenia severa, ya casi ciego por un tracoma y una sifilís que contrajo en algún prostíbulo, terminó sus días en el manicomio donde falleció en 1947, a la edad de 50 años.

“Gabriel Macandé nació en la oscuridad, vivió en la oscuridad y murió en la oscuridad” escribe su biógrafo. De su garganta salieron los sonidos más bonitos del flamenco y, sin embargo, fue el silencio, el de su mujer y sus tres hijos mudos, el que le atormentó hasta su muerte.

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